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ENCUENTROS DE PREPARACION AL MATRIMONIO
(ACCION PASTORAL PARA NOVIOS)
CATEQUESIS 1: EL NOVIAZGO
PAPA FRANCISCO, EL NOVIAZGO. AUDIENCIA GENERAL
El Noviazgo
Miércoles 27 de mayo de 2015
“… hoy quiero hablar del noviazgo.
El noviazgo (en italiano «fidanzamento») —se lo percibe en la palabra— tiene
relación con la confianza, la familiaridad, la fiabilidad. Familiaridad con la
vocación que Dios dona, porque el matrimonio es ante todo el descubrimiento de
una llamada de Dios. Ciertamente es algo hermoso que hoy los jóvenes puedan
elegir casarse partiendo de un amor mutuo. Pero precisamente la libertad del
vínculo requiere una consciente armonía de la decisión, no sólo un simple
acuerdo de la atracción o del sentimiento, de un momento, de un tiempo breve…
requiere un camino.
El noviazgo, en otros términos, es el tiempo en el cual los dos están
llamados a realizar un buen trabajo sobre el amor, un trabajo partícipe y
compartido, que va a la profundidad. Ambos se descubren despacio, mutuamente,
es decir, el hombre «conoce» a la mujer conociendo a esta mujer, su novia; y la
mujer «conoce» al hombre conociendo a este hombre, su novio. No subestimemos la
importancia de este aprendizaje: es un bonito compromiso, y el amor mismo lo
requiere, porque no es sólo una felicidad despreocupada, una emoción
encantada… El relato bíblico habla de toda la creación como de un hermoso
trabajo del amor de Dios; el libro del Génesis dice que «Vio Dios todo lo que había
hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31). Sólo al final, Dios «descansó». De esta
imagen comprendemos que el amor de Dios, que dio origen al mundo, no fue una
decisión improvisada. ¡No! Fue un trabajo hermoso. El amor de Dios creó las
condiciones concretas de una alianza irrevocable, sólida, destinada a durar.
La alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza por la vida, no se
improvisa, no se hace de un día para el otro. No existe el matrimonio express:
es necesario trabajar en el amor, es necesario caminar. La alianza del amor del
hombre y la mujer se aprende y se afina. Me permito decir que se trata de una
alianza artesanal. Hacer de dos vida una vida sola, es incluso casi un milagro,
un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe. Tal vez deberíamos
comprometernos más en este punto, porque nuestras «coordenadas sentimentales»
están un poco confusas. Quien pretende querer todo y enseguida, luego cede
también en todo —y enseguida— ante la primera dificultad (o ante la primera
ocasión). No hay esperanza para la confianza y la fidelidad del don de sí, si
prevalece la costumbre de consumir el amor como una especie de «complemento»
del bienestar psico-físico. No es esto el amor. El noviazgo fortalece la
voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido,
traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta. También Dios,
cuando habla de la alianza con su pueblo, lo hace algunas veces en términos de
noviazgo. En el libro de Jeremías, al hablar al pueblo que se había alejado de
Él, le recuerda cuando el pueblo era la «novia» de Dios y dice así: «Recuerdo
tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia» (2, 2). Y Dios hizo este
itinerario de noviazgo; luego hace también una promesa: lo hemos escuchado al
inicio de la audiencia, en el libro de Oseas: «Me desposaré contigo para
siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en
ternura, me desposaré contigo en fidelidad y conocerás al Señor» (2, 21-22). Es
un largo camino el que el Señor recorre con su pueblo en este itinerario de
noviazgo. Al final Dios se desposa con su pueblo en Jesucristo: en Jesús se
desposa con la Iglesia. El pueblo de Dios es la esposa de Jesús. ¡Cuánto
camino! Y vosotros italianos, en vuestra literatura tenéis una obra maestra
sobre el noviazgo [«I promessi sposi» – Los novios]. Es necesario que los
jóvenes la conozcan, que la lean; es una obra maestra dondeoe se cuenta la
historia de los novios que sufrieron mucho, recorrieron un camino con muchas
dificultades hasta llegar al final, al matrimonio. No dejéis a un lado esta
obra maestra sobre el noviazgo que la literatura italiana os ofrece
precisamente a vosotros. Seguid adelante, leedlo y veréis la belleza, el
sufrimiento, pero también la fidelidad de los novios.
La Iglesia, en su sabiduría, custodia la distinción entre ser novios y ser
esposos —no es lo mismo— precisamente en vista de la delicadeza y la
profundidad de esta realidad. Estemos atentos a no despreciar con ligereza esta
sabia enseñanza, que se nutre también de la experiencia del amor conyugal
felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo poseen las llaves del alma:
no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna
herida duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).
Cierto, la cultura y la sociedad actual se han vuelto más bien indiferentes
a la delicadeza y a la seriedad de este pasaje. Y, por otra parte, no se puede
decir que sean generosas con los jóvenes que tienen serias intenciones de
formar una familia y traer hijos al mundo. Es más, a menudo presentan mil
obstáculos, mentales y prácticos. El noviazgo es un itinerario de vida que debe
madurar como la fruta, es un camino de maduración en el amor, hasta el momento
que se convierte en matrimonio.
Los cursos prematrimoniales son una expresión especial de la preparación. Y
vemos muchas parejas que tal vez llegan al curso con un poco de desgana:
«¡Estos curas nos hacen hacer un curso! ¿Por qué? Nosotros sabemos»… y van
con desgana. Pero luego están contentos y agradecen, porque, en efecto,
encontraron allí la ocasión —a menudo la única— para reflexionar sobre su
experiencia en términos no banales. Sí, muchas parejas están juntas mucho
tiempo, tal vez también en la intimidad, a veces conviviendo, pero no se
conocen de verdad. Parece extraño, pero la experiencia demuestra que es así.
Por ello se debe revaluar el noviazgo como tiempo de conocimiento mutuo y de
compartir un proyecto. El camino de preparación al matrimonio se debe plantear
en esta perspectiva, valiéndose incluso del testimonio sencillo pero intenso de
cónyuges cristianos. Y centrándose también aquí en lo esencial: la Biblia, para
redescubrir juntos, de forma consciente; la oración, en su dimensión litúrgica,
pero también en la «oración doméstica», que se vive en familia; los sacramentos,
la vida sacramental, la Confesión… a través de los cuales el Señor viene a
morar en los novios y los prepara para acogerse de verdad uno al otro «con la
gracia de Cristo»; y la fraternidad con los pobres, y con los necesitados, que
nos invitan a la sobriedad y a compartir. Los novios que se comprometen en esto
crecen los dos y todo esto conduce a preparar una bonita celebración del
Matrimonio de modo diverso, no mundano sino con estilo cristiano. Pensemos en
estas palabras de Dios que hemos escuchado cuando Él habla a su pueblo como el
novio a la novia: «Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en
justicia y en derecho, en misericordia y en ternura, me desposaré contigo en
fidelidad y conocerás al Señor» (Os 2, 21-22). Que cada pareja de novios piense
en esto y uno le diga al otro: «Te convertiré en mi esposa, te convertiré en mi
esposo». Esperar ese momento; es un momento, es un itinerario que va lentamente
hacia adelante, pero es un itinerario de maduración. Las etapas del camino no
se deben quemar. La maduración se hace así, paso a paso.
El tiempo del noviazgo puede convertirse de verdad en un tiempo de iniciación. ¿A
qué? ¡A la sorpresa! A la sorpresa de los dones espirituales con los cuales el
Señor, a través de la Iglesia, enriquece el horizonte de la nueva familia que
se dispone a vivir en su bendición. Ahora os invito a rezar a la Sagrada
Familia de Nazaret: Jesús, José y María. Rezar para que la familia recorra este
camino de preparación; a rezar por los novios. Recemos todos juntos a la
Virgen, un Avemaría por todos los novios, para que puedan comprender la belleza
de este camino hacia el Matrimonio. [Ave María…]. Y a los novios que están en
la plaza: «¡Feliz camino de noviazgo!».
CATEQUESIS 2: La creacion del hombre y la mujer 1. Gen 1, 27
PAPA FRANCISCOLA FAMILIA. AUDIENCIA GENERAL
La Familia
Miércoles 15 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy está dedicada a un aspecto central del tema de la
familia: el gran don que Dios hizo a la humanidad con la creación del hombre y
la mujer y con el sacramento del matrimonio. Esta catequesis y la próxima se
refieren a la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer, que
están en el vértice de la creación divina; las próximas dos serán sobre otros
temas del matrimonio.
Iniciamos con un breve comentario al primer relato de la creación, en el
libro del Génesis. Allí leemos que Dios, después de crear el universo y todos
los seres vivientes, creó la obra maestra, o sea, el ser humano, que hizo a su
imagen: «a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó» (Gen 1, 27), así
dice el libro del Génesis.
Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas
de vida, en la larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la
mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el texto
bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son
imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre en su
individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es
imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de
Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o
subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y
semejanza de Dios.
La experiencia nos lo enseña: para conocerse bien y crecer armónicamente el
ser humano necesita de la reciprocidad entre hombre y mujer. Cuando esto no se
da, se ven las consecuencias. Estamos hechos para escucharnos y ayudarnos
mutuamente. Podemos decir que sin el enriquecimiento recíproco en esta relación
—en el pensamiento y en la acción, en los afectos y en el trabajo, incluso en
la fe— los dos no pueden ni siquiera comprender en profundidad lo que significa
ser hombre y mujer.
La cultura moderna y contemporánea ha abierto nuevos espacios, nuevas
libertades y nuevas profundidades para el enriquecimiento de la comprensión de
esta diferencia. Pero ha introducido también muchas dudas y mucho escepticismo.
Por ejemplo, yo me pregunto si la así llamada teoría del gender no sea también
expresión de una frustración y de una resignación, orientada a cancelar la
diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma. Sí, corremos el
riesgo de dar un paso hacia atrás. La remoción de la diferencia, en efecto, es
el problema, no la solución. Para resolver sus problemas de relación, el hombre
y la mujer deben en cambio hablar más entre ellos, escucharse más, conocerse
más, quererse más. Deben tratarse con respeto y cooperar con amistad. Con estas
bases humanas, sostenidas por la gracia de Dios, es posible proyectar la unión
matrimonial y familiar para toda la vida. El vínculo matrimonial y familiar es
algo serio, y lo es para todos, no sólo para los creyentes. Quisiera exhortar a
los intelectuales a no abandonar este tema, como si hubiese pasado a ser
secundario, por el compromiso en favor de una sociedad más libre y más justa.
Dios ha confiado la tierra a la alianza del hombre y la mujer: su fracaso aridece
el mundo de los afectos y oscurece el cielo de la esperanza. Las señales ya son
preocupantes, y las vemos. Quisiera indicar, entre otros muchos, dos puntos que
yo creo que deben comprometernos con más urgencia.
El primero. Es indudable que debemos hacer mucho más en favor de la mujer,
si queremos volver a dar más fuerza a la reciprocidad entre hombres y mujeres.
Es necesario, en efecto, que la mujer no sólo sea más escuchada, sino que su
voz tenga un peso real, una autoridad reconocida, en la sociedad y en la
Iglesia. El modo mismo con el que Jesús consideró a la mujer en un contexto
menos favorable que el nuestro, porque en esos tiempos la mujer estaba
precisamente en segundo lugar, y Jesús la trató de una forma que da una luz
potente, que ilumina una senda que conduce lejos, de la cual hemos recorrido
sólo un trocito. No hemos comprendido aún en profundidad cuáles son las cosas
que nos puede dar el genio femenino, las cosas que la mujer puede dar a la
sociedad y también a nosotros: la mujer sabe ver las cosas con otros ojos que
completan el pensamiento de los hombres. Es un camino por recorrer con más
creatividad y audacia.
Una segunda reflexión se refiere al tema del hombre y de la mujer creados a
imagen de Dios. Me pregunto si la crisis de confianza colectiva en Dios, que
nos hace tanto mal, que hace que nos enfermemos de resignación ante la
incredulidad y el cinismo, no esté también relacionada con la crisis de la
alianza entre hombre y mujer. En efecto, el relato bíblico, con la gran pintura
simbólica sobre el paraíso terrestre y el pecado original, nos dice
precisamente que la comunión con Dios se refleja en la comunión de la pareja
humana y la pérdida de la confianza en el Padre celestial genera división y
conflicto entre hombre y mujer.
De aquí viene la gran responsabilidad de la Iglesia, de
todos los creyentes, y ante todo de las familias creyentes, para redescubrir la
belleza del designio creador que inscribe la imagen de Dios también en la
alianza entre el hombre y la mujer. La tierra se colma de armonía y de
confianza cuando la alianza entre hombre y mujer se vive bien. Y si el hombre y
la mujer la buscan juntos entre ellos y con Dios, sin lugar a dudas la
encontrarán. Jesús nos alienta explícitamente a testimoniar esta belleza, que
es la imagen de Dios.
CATEQUESIS 3: La creacion del hombre y la mujer GENESIS 2, 7
PAPA FRANCISCO. La Creación del Hombre Gen 2, 7. AUDIENCIA GENERAL
La Creación del Hombre y La Familia
Miércoles 22 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas:
En la anterior catequesis sobre la familia, me centré en
el primer relato de la creación del ser humano, en el primer capítulo del
Génesis, donde está escrito: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1, 27).
Hoy quisiera completar la reflexión con el segundo
relato, que encontramos en el segundo capítulo. Aquí leemos que el Señor,
después de crear el cielo y la tierra, «modeló al hombre del polvo del suelo e
insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (2,
7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo: Dios pone luego al hombre en
un bellísimo jardín para que lo cultive y lo custodie (cf. 2, 15).
El Espíritu Santo, que inspiró toda la Biblia, sugiere
por un momento la imagen del hombre solo —le falta algo—, sin la mujer. Y
sugiere el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo observa, que
observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor,… pero está solo. Y Dios
ve que esto «no es bueno»: es como una falta de comunión, le falta una
comunión, una falta de plenitud. «No es bueno» —dice Dios— y añade: «voy a
hacerle a alguien como él, que le ayude» (2, 18).
Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el
hombre da a cada uno de ellos su nombre —y esta es otra imagen del señorío del
hombre sobre la creación—, pero no encuentra en ningún animal al otro semejante
a sí. El hombre sigue solo. Cuando Dios le presenta a la mujer, el hombre
reconoce exultante que esa criatura, y sólo ella, es parte de él: «es hueso de
mis huesos y carne de mi carne» (2, 23). Al final hay un gesto de reflejo, una
reciprocidad. Cuando una persona —es un ejemplo para comprender bien esto—
quiere dar la mano a otra, tiene que tenerla delante: si uno tiende la mano y
no tiene a nadie la mano queda allí…, le falta la reciprocidad. Así era el
hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad.
La mujer no es una «réplica» del hombre; viene directamente del gesto creador
de Dios. La imagen de la «costilla» no expresa en ningún sentido inferioridad o
subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia
y son complementarios y que tienen también esta reciprocidad. Y el hecho que
—siempre en la parábola— Dios plasme a la mujer mientras el hombre duerme,
destaca precisamente que ella no es de ninguna manera una criatura del hombre,
sino de Dios. Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer —y podemos
decir para encontrar el amor en la mujer—, el hombre primero tiene que soñarla
y luego la encuentra.
La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a
quienes confía la tierra, es generosa, directa y plena. Se fía de ellos. Pero
he aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la
desconfianza. Y al final llega la desobediencia al mandamiento que los
protegía. Caen en ese delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la
armonía. También nosotros lo percibimos dentro de nosotros muchas veces, todos.
El pecado genera desconfianza y división entre el hombre
y la mujer. Su relación se verá asechada por mil formas de abuso y sometimiento,
seducción engañosa y prepotencia humillante, hasta las más dramáticas y
violentas. La historia carga las huellas de todo eso. Pensemos, por ejemplo, en
los excesos negativos de las culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples
formas de machismo donde la mujer era considerada de segunda clase. Pensemos en
la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual
cultura mediática. Pero pensemos también en la reciente epidemia de
desconfianza, de escepticismo, e incluso de hostilidad que se difunde en
nuestra cultura —en especial a partir de una comprensible desconfianza de las
mujeres— respecto a una alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo
tiempo, de afinar la intimidad de la comunión y custodiar la dignidad de la
diferencia.
Si no encontramos un sobresalto de simpatía por esta
alianza, capaz de resguardar a las nuevas generaciones de la desconfianza y la
indiferencia, los hijos vendrán al mundo cada vez más desarraigados de la misma
desde el seno materno. La desvalorización social de la alianza estable y
generativa del hombre y la mujer es ciertamente una pérdida para todos.
¡Tenemos que volver a dar el honor debido al matrimonio y a la familia! La
Biblia dice algo hermoso: el hombre encuentra a la mujer, se encuentran, y el
hombre debe dejar algo para encontrarla plenamente. Por ello el hombre dejará a
su padre y a su madre para ir con ella. ¡Es hermoso! Esto significa comenzar un
nuevo camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el
hombre.
La custodia de esta alianza del hombre y la mujer,
incluso siendo pecadores y estando heridos, confundidos y humillados,
desanimados e inciertos, es, pues, para nosotros creyentes, una vocación
comprometedora y apasionante en la condición actual. El mismo relato de la creación
y del pecado, en la parte final, nos entrega un icono bellísimo: «El Señor Dios
hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gen 3, 21). Es una
imagen de ternura hacia esa pareja pecadora que nos deja con la boca abierta:
la ternura de Dios hacia el hombre y la mujer. Es una imagen de cuidado
paternal hacia la pareja humana. Dios mismo cuida y protege su obra maestra.
CATEQUESIS 4: LAS BODAS DE CANA
PAPA FRANCISCO. LAS BODAS DE CANA. AUDIENCIA GENERAL
Las Bodas de Caná
Miércoles 29 de abril de 2015
Nuestra reflexión acerca del plan originario de Dios sobre la pareja
hombre-mujer, tras considerar las dos narraciones del libro del Génesis, se
dirige ahora directamente a Jesús.
El evangelista san Juan, al inicio de su Evangelio, narra el episodio de las
bodas de Caná, en la que estaban presentes la Virgen María y Jesús, con sus
primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Jesús no sólo participó en el matrimonio,
sino que «salvó la fiesta» con el milagro del vino. Por lo tanto, el primero de
sus signos prodigiosos, con el que Él revela su gloria, lo realizó en el
contexto de un matrimonio, y fue un gesto de gran simpatía hacia esa familia
que nacía, solicitado por el apremio maternal de María. Esto nos hace recordar
el libro del Génesis, cuando Dios termina la obra de la creación y realiza su
obra maestra; la obra maestra es el hombre y la mujer. Y aquí, Jesús comienza
precisamente sus milagros con esta obra maestra, en un matrimonio, en una
fiesta de bodas: un hombre y una mujer. Así, Jesús nos enseña que la obra
maestra de la sociedad es la familia: el hombre y la mujer que se aman. ¡Esta
es la obra maestra!
Desde los tiempos de las bodas de Caná, muchas cosas han cambiado, pero ese
«signo» de Cristo contiene un mensaje siempre válido.
Hoy no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que se renueva
con el tiempo, en las diversas etapas de toda la vida de los cónyuges. Es un
hecho que las personas que se casan son cada vez menos; esto es un hecho: los
jóvenes no quieren casarse. En muchos países, en cambio, aumenta el número de
las separaciones, mientras que el número de los hijos disminuye. La dificultad
de permanecer juntos —ya sea como pareja, que como familia— lleva a romper los
vínculos siempre con mayor frecuencia y rapidez, y precisamente los hijos son
los primeros en sufrir sus consecuencias. Pero pensemos que las primeras
víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas que sufren más en una
separación son los hijos. Si experimentas desde pequeño que el matrimonio es un
vínculo «por un tiempo determinado», inconscientemente para ti será así. En
efecto, muchos jóvenes tienden a renunciar al proyecto mismo de un vínculo
irrevocable y de una familia duradera. Creo que tenemos que reflexionar con
gran seriedad sobre el por qué muchos jóvenes «no se sienten capaces» de
casarse. Existe esta cultura de lo provisional… todo es provisional, parece
que no hay algo definitivo.
Una de las preocupaciones de que surgen hoy en día es la de los jóvenes que
no quieren casarse: ¿Por qué los jóvenes no se casan?; ¿por qué a menudo
prefieren una convivencia, y muchas veces «de responsabilidad limitada»?; ¿por
qué muchos —incluso entre los bautizados— tienen poca confianza en el
matrimonio y en la familia? Es importante tratar de entender, si queremos que
los jóvenes encuentren el camino justo que hay que recorrer. ¿Por qué no
confían en la familia?
Las dificultades no son sólo de carácter económico, si bien estas son
verdaderamente serias. Muchos consideran que el cambio ocurrido en estas
últimas décadas se puso en marcha a partir de la emancipación de la mujer. Pero
ni siquiera este argumento es válido, es una falsedad, no es verdad. Es una
forma de machismo, que quiere siempre dominar a la mujer. Hacemos el ridículo
que hizo Adán, cuando Dios le dijo: «¿Por qué has comido del fruto del árbol?»,
y él: «La mujer me lo dio». Y la culpa es de la mujer. ¡Pobre mujer! Tenemos
que defender a las mujeres. En realidad, casi todos los hombres y mujeres
quisieran una seguridad afectiva estable, una matrimonio sólido y una familia
feliz. La familia ocupa el primer lugar en todos los índices de aceptación
entre los jóvenes; pero, por miedo a equivocarse, muchos no quieren tampoco
pensar en ello; incluso siendo cristianos, no piensan en el matrimonio
sacramental, signo único e irrepetible de la alianza, que se convierte en
testimonio de la fe. Quizás, precisamente este miedo de fracasar es el
obstáculo más grande para acoger la Palabra de Cristo, que promete su gracia a
la unión conyugal y a la familia.
El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio cristiano es la
vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay mejor modo para
expresar la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado por Dios custodia
el vínculo entre el hombre y la mujer que Dios bendijo desde la creación del
mundo; y es fuente de paz y de bien para toda la vida conyugal y familiar. Por
ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, esta gran dignidad del
vínculo entre el hombre y la mujer acabó con un abuso considerado en ese
entonces totalmente normal, o sea, el derecho de los maridos de repudiar a sus
mujeres, incluso con los motivos más infundados y humillantes. El Evangelio de
la familia, el Evangelio que anuncia precisamente este Sacramento acabó con esa
cultura de repudio habitual.
La semilla cristiana de la igualdad radical entre cónyuges hoy debe dar
nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del matrimonio llegará a ser
persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio que atrae, el
camino de la reciprocidad entre ellos, de la complementariedad entre ellos.
Por eso, como cristianos, tenemos que ser más exigentes al respecto. Por
ejemplo: sostener con decisión el derecho a la misma retribución por el mismo
trabajo; ¿por qué se da por descontado que las mujeres tienen que ganar menos
que los hombres? ¡No! Tienen los mismos derechos. ¡La desigualdad es un
auténtico escándalo! Al mismo tiempo, reconocer como riqueza siempre válida la
maternidad de las mujeres y la paternidad de los hombres, en beneficio, sobre
todo de los niños. Igualmente, la virtud de la hospitalidad de las familias
cristianas tiene hoy una importancia crucial, especialmente en las situaciones
de pobreza, degradación y violencia familiar.
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de invitar a Jesús a la
fiesta de bodas, de invitarlo a nuestra casa, para que esté con nosotros y
proteja a la familia. Y no tengamos miedo de invitar también a su madre María.
Los cristianos, cuando se casan «en el Señor», se transforman en un signo eficaz
del amor de Dios. Los cristianos no se casan sólo para sí mismos: se casan en
el Señor en favor de toda la comunidad, de toda la sociedad.
De esta hermosa vocación del matrimonio cristiano, hablaré también en la próxima
catequesis.
CATEQUESIS 5: MATRIMONIO EN SAN PABLO
PAPA FRANCISCO. EL MATRIMONIO SEGÚN SAN PABLO. AUDIENCIA GENERAL
El Matrimonio según San Pablo
Miércoles 6 de mayo de 2015
En nuestro camino de catequesis sobre la familia hoy tratamos directamente
la belleza del matrimonio cristiano. Esto no es sencillamente una ceremonia que
se hace en la Iglesia, con las flores, el vestido, las fotos… El matrimonio
cristiano es un sacramento que tiene lugar en la Iglesia, y que también hace la
Iglesia, dando inicio a una nueva comunidad familiar.
Es lo que el apóstol Pablo resume en su célebre expresión: «Es este un gran
misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Inspirado por el
Espíritu Santo, Pablo afirma que el amor entre los cónyuges es imagen del amor
entre Cristo y la Iglesia. Una dignidad impensable. Pero en realidad está
inscrita en el designio creador de Dios, y con la gracia de Cristo innumerables
parejas cristianas, incluso con sus límites, sus pecados, la hicieron realidad.
San Pablo, al hablar de la vida nueva en Cristo, dice que los cristianos
—todos— están llamados a amarse como Cristo los amó, es decir «sumisos unos a
otros» (Ef 5, 21), que significa los unos al servicio de los otros. Y aquí
introduce la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia. Está claro
que se trata de una analogía imperfecta, pero tenemos que captar el sentido
espiritual que es altísimo y revolucionario, y al mismo tiempo sencillo, al
alcance de cada hombre y mujer que confían en la gracia de Dios.
El marido —dice Pablo— debe amar a la mujer «como cuerpo suyo» (Ef 5, 28);
amarla como Cristo «amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (cf. v.
25-26). Vosotros maridos que estáis aquí presentes, ¿entendéis esto? ¿Amáis a
vuestra esposa como Cristo ama a la Iglesia? Esto no es broma, son cosas serias.
El efecto de este radicalismo de la entrega que se le pide al hombre, por el
amor y la dignidad de la mujer, siguiendo el ejemplo de Cristo, tuvo que haber
sido enorme en la comunidad cristiana misma.
Esta semilla de la novedad evangélica, que restablece la originaria
reciprocidad de la entrega y del respeto, fue madurando lentamente en la
historia, y al final predominó.
El sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: testimonia la
valentía de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir ese amor
que impulsa a ir cada vez más allá, más allá de sí mismo y también más allá de
la familia misma. La vocación cristiana a amar sin reservas y sin medida es lo
que, con la gracia de Cristo, está en la base también del libre consentimiento
que constituye el matrimonio.
La Iglesia misma está plenamente implicada en la historia de cada
matrimonio cristiano: se edifica con sus logros y sufre con sus fracasos. Pero
tenemos que preguntarnos con seriedad: ¿aceptamos hasta las últimas
consecuencias, nosotros mismos, como creyentes y como pastores también este
vínculo indisoluble de la historia de Cristo y de la Iglesia con la historia
del matrimonio y de la familia humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente
esta responsabilidad, es decir, que cada matrimonio va por el camino del amor
que Cristo tiene con la Iglesia? ¡Esto es muy grande!
En esta profundidad del misterio creatural, reconocido y restablecido en su
pureza, se abre un segundo gran horizonte que caracteriza el sacramento del
matrimonio. La decisión de «casarse en el Señor» contiene también una dimensión
misionera, que significa tener en el corazón la disponibilidad a ser
intermediario de la bendición de Dios y de la gracia del Señor para todos. En
efecto, los esposos cristianos participan como esposos en la misión de la
Iglesia. ¡Se necesita valentía para esto! Por ello cuando saludo a los recién
casados, digo: «¡Aquí están los valientes!», porque se necesita valor para
amarse como Cristo ama a la Iglesia.
La celebración del sacramento no puede dejar fuera esta corresponsabilidad
de la vida familiar respecto a la gran misión de amor de la Iglesia. Y así la
vida de la Iglesia se enriquece con la belleza de esta alianza esponsal, así
como se empobrece cada vez que la misma se ve desfigurada. La Iglesia, para
ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y la esperanza, necesita también
de la valiente fidelidad de los esposos a la gracia de su sacramento. El pueblo
de Dios necesita de su camino diario en la fe, en el amor y en la esperanza,
con todas las alegrías y las fatigas que este camino comporta en un matrimonio
y en una familia.
La ruta está de este modo marcada para siempre, es la ruta del amor: se ama
como ama Dios, para siempre. Cristo no cesa de cuidar a la Iglesia: la ama
siempre, la cuida siempre, como a sí mismo. Cristo no cesa de quitar del rostro
humano las manchas y las arrugas de todo tipo. Es conmovedora y muy bella esta
irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a
pareja, de familia a familia. Tiene razón san Pablo: esto es precisamente un
«gran misterio». Hombres y mujeres, lo suficientemente valientes para llevar
este tesoro en «vasijas de barro» de nuestra humanidad, son —estos hombres y
estas mujeres tan valientes— un recurso esencial para la Iglesia, también para
todo el mundo. Que Dios los bendiga mil veces por esto.
CATEQUESIS 6: Vocación natural de la familia: educar a los hijos
PAPA FRANCISCO. Vocación natural de la familia. AUDIENCIA GENERAL
Vocación Natural de La Familia
Miércoles 20 de mayo de 2015
Hoy, queridos hermanos y hermanas, quiero daros la bienvenida porque he
visto entre vosotros a numerosas familias, ¡buenos días a todas las familias!
Seguimos reflexionando sobre la familia. Hoy nos detenemos a reflexionar sobre
una característica esencial de la familia, o sea su natural vocación a educar a
los hijos para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y de los demás.
Lo que hemos escuchado del apóstol Pablo, al inicio, es muy bonito: «Hijos,
obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no
exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). Esta
es una regla sabia: el hijo educado en la escucha y obediencia a los padres,
quienes no tienen que mandar de mala manera, para no desanimar a los hijos. Los
hijos, en efecto, deben crecer sin desalentarse, paso a paso. Si vosotros
padres decís a los hijos: «Subamos por aquella escalera» y los tomáis de la
mano y paso a paso los hacéis subir, las cosas irán bien. Pero si vosotros
decís: «¡Vamos, sube!» — «Pero no puedo» — «¡Sigue!», esto se llama exasperar a
los hijos, pedir a los hijos lo que no son capaces de hacer. Por ello, la
relación entre padres e hijos debe ser de una sabiduría y un equilibrio muy
grande. Hijos, obedeced a los padres, esto quiere Dios. Y vosotros padres, no
exasperéis a los hijos, pidiéndoles cosas que no pueden hacer. Y esto hay que
hacerlo para que los hijos crezcan en la responsabilidad de sí mismo y de los
demás.
Parecería una constatación obvia, sin embargo, incluso en nuestro tiempo,
no faltan dificultades. Es difícil para los padres educar a los hijos que sólo
ven por la noche, cuando regresan a casa cansados del trabajo. ¡Los que tienen
la suerte de tener trabajo! Es aún más difícil para los padres separados, que
cargan el peso de su condición: pobres, tuvieron dificultades, se separaron y
muchas veces toman al hijo como rehén, y el papá le habla mal de la mamá y la
mamá le habla mal del papá, y se hace mucho mal. A los padres separados les
digo: jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por
muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean
los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como
rehenes contra el otro cónyuge, que crezcan escuchando que la mamá habla bien
del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá. Para los
padres separados esto es muy importante y muy difícil, pero pueden hacerlo.
Pero, sobre todo, la pregunta: ¿cómo educar? ¿Qué tradición tenemos hoy
para transmitir a nuestros hijos?
Intelectuales «críticos» de todo tipo han acallado a los padres de mil
formas, para defender a las jóvenes generaciones de los daños —verdaderos o
presuntos— de la educación familiar. La familia ha sido acusada, entre otras
cosas, de autoritarismo, favoritismo, conformismo y represión afectiva que
genera conflictos.
De hecho, se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia
y escuela, el pacto educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la
sociedad con la familia ha entrado en crisis porque se ha visto socavada la
confianza mutua. Los síntomas son muchos. Por ejemplo, en la escuela se han
fracturado las relaciones entre los padres y los profesores. A veces hay
tensiones y desconfianza mutua; y las consecuencias naturalmente recaen en los
hijos. Por otra parte, se han multiplicado los así llamados «expertos», que han
ocupado el papel de los padres, incluso en los aspectos más íntimos de la
educación. En relación a la vida afectiva, la personalidad y el desarrollo, los
derechos y los deberes, los «expertos» lo saben todo: objetivos, motivaciones,
técnicas. Y los padres sólo deben escuchar, aprender y adaptarse. Privados de
su papel, a menudo llegan a ser excesivamente aprensivos y posesivos con sus
hijos, hasta no corregirlos nunca: «Tú no puedes corregir al hijo». Tienden a
confiarlos cada vez más a los «expertos», incluso en los aspectos más delicados
y personales de su vida, ubicándose ellos mismos en un rincón; y así los padres
hoy corren el riesgo de autoexcluirse de la vida de sus hijos. Y esto es
gravísimo. Hoy existen casos de este tipo. No digo que suceda siempre, pero se
da. La maestra en la escuela reprende al niño y escribe una nota a los padres.
Recuerdo una anécdota personal. Una vez, cuando estaba en cuarto grado dije una
mala palabra a la maestra y la maestra, una buena mujer, mandó llamar a mi
mamá. Ella fue al día siguiente, hablaron entre ellas y luego me llamaron. Y mi
mamá delante de la maestra me explicó que lo que yo había hecho era algo malo,
que no se debe hacer; pero mi madre lo hizo con mucha dulzura y me dijo que
pidiese perdón a la maestra delante de ella. Lo hice y me quedé contento porque
dije: acabó bien la historia. Pero ese era el primer capítulo. Cuando regresé a
casa, comenzó el segundo capítulo… Imaginad vosotros, hoy, si la maestra hace
algo por el estilo, al día siguiente se encuentra con los dos padres o uno de
los dos para reprenderla, porque los «expertos» dicen que a los niños no se les
debe regañar así. Han cambiado las cosas. Por lo tanto, los padres no tienen
que autoexcluirse de la educación de los hijos.
Es evidente que este planteamiento no es bueno: no es armónico, no es
dialógico, y en lugar de favorecer la colaboración entre la familia y las demás
entidades educativas, las escuelas, los gimnasios… las enfrenta.
¿Cómo hemos llegado a esto? No cabe duda de que los padres, o más bien,
ciertos modelos educativos del pasado tenían algunas limitaciones, no hay duda.
Pero también es verdad que hay errores que sólo los padres están autorizados a
cometer, porque pueden compensarlos de un modo que es imposible a cualquier
otra persona. Por otra parte, como bien sabemos, la vida se ha vuelto tacaña
con el tiempo para hablar, reflexionar, discutir. Muchos padres se ven «secuestrados»
por el trabajo —papá y mamá deben trabajar— y otras preocupaciones, molestos
por las nuevas exigencias de los hijos y por la complejidad de la vida actual
—es así y debemos aceptarla como es—, y se encuentran como paralizados por el
temor a equivocarse. El problema, sin embargo, no está sólo en hablar. Es más,
un «dialoguismo» superficial no conduce a un verdadero encuentro de la mente y
el corazón. Más bien preguntémonos: ¿Intentamos comprender «dónde» están los
hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y,
sobre todo, ¿queremos saberlo? ¿Estamos convencidos de que ellos, en realidad,
no esperan otra cosa?
Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la misión
educativa de las familias, y lo hacen ante todo con la luz de la Palabra de
Dios. El apóstol Pablo recuerda la reciprocidad de los deberes entre padres e
hijos: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor.
Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3,
20-21). En la base de todo está el amor, el amor que Dios nos da, que «no es
indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal… Todo lo
excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13, 5-7). Incluso
en las mejores familias hay que soportarse, y se necesita mucha paciencia para
soportarse. Pero la vida es así. La vida no se construye en un laboratorio, se hace
en la realidad. Jesús mismo pasó por la educación familiar.
También en este caso, la gracia del amor de Cristo conduce a su realización
lo que está escrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos ejemplos estupendos
tenemos de padres cristianos llenos de sabiduría humana! Ellos muestran que la
buena educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su irradiación
social es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos
de paternidad y maternidad que tocan a los hijos menos afortunados. Esta
irradiación puede obrar auténticos milagros. Y en la Iglesia suceden cada día
estos milagros.
Deseo que el Señor done a las familias cristianas la fe, la libertad y la
valentía necesarias para su misión. Si la educación familiar vuelve a encontrar
el orgullo de su protagonismo, muchas cosas cambiarán para mejor, para los
padres inciertos y para los hijos decepcionados. Es hora de que los padres y
las madres vuelvan de su exilio —porque se han autoexiliado de la educación de
los hijos— y vuelvan a asumir plenamente su función educativa. Esperamos que el
Señor done a los padres esta gracia: de no autoexiliarse de la educación de los
hijos. Y esto sólo puede hacerlo el amor, la ternura y la paciencia.
CATEQUESIS 7: LA FAMILIA Y LA FIESTA
PAPA FRANCISCO. La familia y la fiesta. AUDIENCIA GENERAL. Aula Pablo VI
La Familia y la fiesta
Miércoles 12 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy abrimos un pequeño recorrido de reflexión sobre las tres dimensiones
que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar: la fiesta, el trabajo,
la oración.
Comenzamos por la fiesta. Hoy hablaremos de la fiesta y decimos enseguida
que la fiesta es una invención de Dios. Recordamos la conclusión del pasaje de
la creación, en el libro del Génesis que hemos escuchado: «Y habiendo concluido
el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra
que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él
descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó» (2, 2-3). Dios mismo
nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que
en el trabajo se ha hecho bien. Hablo de trabajo, naturalmente, no sólo en el
sentido del oficio y la profesión, sino en un sentido más amplio: cada acción
con la que nosotros hombres y mujeres podemos colaborar con la obra creadora de
Dios.
Por tanto, la fiesta no es la pereza de estar en el sofá, o la emoción de
una tonta evasión. La fiesta es sobre todo una mirada amorosa y agradecida por
el trabajo bien hecho; celebramos un trabajo. También vosotros, recién casados,
estáis festejando el trabajo de un bonito tiempo de noviazgo: ¡y esto es bello!
Es el tiempo para contemplar cómo crecen los hijos, o los nietos, y pensar:
¡qué bello! Es el tiempo para mirar nuestra casa, a los amigos que hospedamos,
la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué bueno! Dios lo hizo de este modo
cuando creó el mundo. Y continuamente lo hace así, porque Dios crea siempre,
también en este momento.
Puede suceder que una fiesta llegue en circunstancias difíciles o
dolorosas, y se celebra quizá «con un nudo en la garganta». Sin embargo también
en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de no vaciarla completamente.
Vosotros, mamás y papás sabéis bien esto: ¡cuántas veces por amor a los hijos,
sois capaces de tragaros las penas para dejar que ellos vivan bien la fiesta,
degusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto amor en esto!
También en el ambiente del trabajo, a veces —sin dejar de lado los deberes—
sabemos «infiltrar» algún toque de fiesta: un cumpleaños, un matrimonio, un
nuevo nacimiento, como también una despedida o una nueva llegada…, es
importante. Es importante hacer fiesta. Son momentos de familiaridad en el
engranaje de la máquina productiva: ¡nos hace bien!
Pero el verdadero tiempo de la fiesta interrumpe el trabajo profesional, y
es sagrado, porque recuerda al hombre y a la mujer que están hechos a imagen de
Dios, que no es esclavo del trabajo, sino Señor, y, por tanto, tampoco nosotros
nunca debemos ser esclavos del trabajo, sino «señores». Hay un mandamiento para
esto, un mandamiento que es para todos, ¡nadie excluido! Y sin embargo sabemos
que hay millones de hombres y mujeres e incluso niños esclavos del trabajo. En
este tiempo existen esclavos, son explotados, esclavos del trabajo y ¡esto va
contra Dios y contra la dignidad de la persona humana! La obsesión por el
beneficio económico y la eficiencia de la técnica amenazan los ritmos humanos
de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos. El tiempo de descanso,
sobre todo el del domingo, está destinado a nosotros para que podamos gozar de
lo que no se produce ni consume, no se compra ni se vende. Y en lugar de esto
vemos que la ideología del beneficio y del consumo quiere comerse también la
fiesta: también esta a veces se reduce a un «negocio», a una forma de hacer
dinero y gastarlo. Pero, ¿trabajamos para esto? La codicia del consumir, que
implica desperdicio, es un virus malo que, entre otras cosas, al final nos hace
estar más cansados que antes. Perjudica al verdadero trabajo y consume la vida.
Los ritmos desordenados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.
Por último, el tiempo de la fiesta es sagrado porque Dios lo habita de una
forma especial. La Eucaristía del domingo lleva a la fiesta toda la gracia de
Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su
estar con nosotros… Y así cada realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la
familia, las alegrías y las fatigas de cada día, también el sufrimiento y la
muerte; todo es transfigurado por la gracia de Cristo.
La familia está dotada de una competencia extraordinaria para entender,
dirigir y sostener el auténtico valor del tiempo de la fiesta. ¡Qué bonitas son
las fiestas en familia, son bellísimas! Y en particular la del domingo. No es
casualidad que las fiestas en las que hay sitio para toda la familia son
aquellas que salen mejor.
La misma vida familiar, vista a través de los ojos de la fe, nos parece
mejor que los cansancios que comporta. Nos aparece como una obra de arte de
sencillez, bonita precisamente porque no es falsa, sino capaz de incorporar en
sí todos los aspectos de la vida verdadera. Nos aparece como una cosa «muy
buena», como Dios dijo al finalizar la creación del hombre y de la mujer (cfr.
Gn 1, 31). Por tanto, la fiesta es un precioso regalo de Dios; un precioso
regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no lo estropeemos!
CATEQUESIS 9: LA FAMILIA Y EL TRABAJO
PAPA FRANCISCO. La familia y el trabajo. AUDIENCIA GENERAL. Aula Pablo VI
La Familia y el trabajo
Miércoles 19 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de reflexionar sobre el valor de la fiesta en la vida de la
familia, hoy nos centramos en el elemento complementario, que es el trabajo.
Ambos forman parte del proyecto creador de Dios, la fiesta y el trabajo.
El trabajo, se dice comúnmente, es necesario para mantener a la familia,
criar a los hijos y asegurar una vida digna a los seres queridos. De una
persona seria, honrada, lo más hermoso que se puede decir es: «Es un trabajador»,
se trata precisamente de alguien que trabaja, que en la comunidad no vive a
expensas de los demás. He visto que hay muchos argentinos, y lo diré como lo
decimos nosotros: «No vive de arriba».
El trabajo, en efecto, en sus mil formas, comenzando por la labor de ama de
casa, se ocupa también del bien común. Y, ¿dónde se aprende este estilo de vida
laborioso? Ante todo se aprende en la familia. La familia educa al trabajo con
el ejemplo de los padres: el papá y la mamá que trabajan por el bien de la
familia y de la sociedad.
En el Evangelio, la Sagrada Familia de Nazaret se presenta como una familia
de trabajadores, y Jesús mismo era conocido como el «hijo del carpintero» (Mt
13, 55) o incluso «el carpintero» (Mc 6, 3). Y san Pablo no duda en poner en
guardia a los cristianos: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3,
10) —es una buena receta para adelgazar: no trabajas, no comes—. El apóstol se
refiere explícitamente al falso espiritualismo de algunos que, de hecho, viven
a expensas de sus hermanos y hermanas «sin hacer nada» (2 Ts 3, 11). El
compromiso del trabajo y la vida del espíritu, en la concepción cristiana, no
están de ninguna manera en contraste entre sí. Es importante comprender bien
esto. Oración y trabajo pueden y deben ir de la mano, en armonía, como enseña
san Benito. La falta de trabajo perjudica al espíritu, como la ausencia de
oración hace daño también a la actividad práctica.
Trabajar —repito, de mil maneras— es propio de la persona humana y expresa
su dignidad de ser creada a imagen de Dios. Por ello se dice que el trabajo es
sagrado. Y por este motivo la gestión del trabajo es una gran responsabilidad
humana y social, que no se puede dejar en manos de unos pocos o de un «mercado»
divinizado. Causar una pérdida de puestos de trabajo significa provocar un
grave daño social. Me entristece cuando veo que hay gente sin trabajo, que no
encuentra trabajo y no tiene la dignidad de llevar el pan a casa. Y me alegro
mucho cuando veo que los gobernantes hacen numerosos esfuerzos para crear
puestos de trabajo y tratar que todos tengan un trabajo. El trabajo es sagrado,
el trabajo da dignidad a una familia. Tenemos que rezar para que no falte el
trabajo en una familia.
Por lo tanto, también el trabajo, como la fiesta, forma parte del proyecto
de Dios Creador. En el libro del Génesis, el tema de la tierra como
casa-jardín, confiada al cuidado y al trabajo del hombre (2, 8.15), lo anticipa
un pasaje muy conmovedor: «El día en que el Señor Dios hizo tierra y cielo, no
había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el
Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que
cultivase el suelo; pero un manantial salía de la tierra y regaba toda la
superficie del suelo» (2, 4b-6). No es romanticismo, es revelación de Dios; y
nosotros tenemos la responsabilidad de comprenderla y asimilarla en
profundidad. La encíclica Laudato si’, que propone una ecología
integral, contiene también este mensaje: la belleza de la tierra y la dignidad
del trabajo fueron hechas para estar unidas. Ambas van juntas: la tierra llega
a ser hermosa cuando el hombre la trabaja. Cuando el trabajo se separa de la
alianza de Dios con el hombre y la mujer, cuando se separa de sus cualidades
espirituales, cuando es rehén de la lógica del beneficio y desprecia los
afectos de la vida, el abatimiento del alma contamina todo: también el aire, el
agua, la hierba, el alimento… La vida civil se corrompe y el hábitat se
arruina. Y las consecuencias golpean sobre todo a los más pobres y a las
familias más pobres. La organización moderna del trabajo muestra algunas veces
una peligrosa tendencia a considerar a la familia un estorbo, un peso, una
pasividad para la productividad del trabajo. Pero preguntémonos: ¿qué
productividad? ¿Y para quién? La así llamada «ciudad inteligente» es
indudablemente rica en servicios y organización; pero, por ejemplo, con
frecuencia es hostil a los niños y a los ancianos.
En algunas ocasiones, quien proyecta se interesa en la gestión de la
fuerza-trabajo individual, que se ha de acoplar y utilizar o descartar según la
conveniencia económica. La familia es un gran punto de verificación. Cuando la
organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso dificulta su camino,
entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar en
contra de sí misma.
Las familias cristianas reciben de esta articulación un gran desafío y una gran
misión. Ellas llevan en sí los valores fundamentales de la creación de Dios: la
identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el
trabajo que cuida la tierra y hace habitable el mundo. La pérdida de estos
valores fundamentales es una cuestión muy seria, y en la casa común ya hay
demasiadas grietas. La tarea no es fácil. A las asociaciones de las familias a
veces les puede parecer que están como David ante Goliat… ¡pero sabemos cómo
acabó ese desafío! Se necesita fe y astucia. Que Dios nos conceda acoger su
llamada con alegría y esperanza, en este momento difícil de nuestra historia,
la llamada al trabajo para dar dignidad a sí mismos y a la propia familia.
CATEQUESIS 10: LA FAMILIA Y LA ORACION
PAPA FRANCISCO. La familia y la oración. AUDIENCIA GENERAL. Plaza de San Pedro
La Familia y la Oración
Miércoles 26 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de reflexionar acerca de cómo vive la familia los tiempos de la
fiesta y del trabajo, consideramos ahora el tiempo de la oración. El lamento
más frecuente de los cristianos se refiere precisamente al tiempo: «Tendría que
rezar más…; quisiera hacerlo, pero a menudo me falta el tiempo». Lo oímos
continuamente. El pesar es sincero, ciertamente, porque el corazón humano busca
siempre la oración, incluso sin saberlo; y si no la encuentra no tiene paz.
Pero para que se encuentren, hay que cultivar en el corazón un amor «cálido»
por Dios, un amor afectivo.
Podemos hacernos una pregunta muy sencilla. Está bien creer en Dios con
todo el corazón, está bien esperar que nos ayude en las dificultades, está bien
sentir el deber de darle gracias. Todo está bien. Pero ¿lo queremos, de verdad,
un poco al Señor? ¿Pensar en Dios nos conmueve, nos maravilla, nos enternece?
Pensemos en la formulación del gran mandamiento, que sostiene a todos los
demás: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma
y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). La fórmula usa el lenguaje
intenso del amor, orientándolo a Dios. Así, el espíritu de oración habita ante
todo aquí. Y si habita aquí, habita todo el tiempo y ya no sale de él.
¿Logramos pensar en Dios como la caricia que nos mantiene con vida, antes de la
cual no hay nada; una caricia de la cual nada, ni siquiera la muerte, nos puede
separar? ¿O bien pensamos en Él sólo como el gran Ser, el Todopoderoso que creó
todas las cosas, el Juez que controla cada acción? Todo es verdad,
naturalmente. Pero sólo cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el
significado de estas palabras llega a ser pleno. Entonces nos sentimos felices,
y también un poco confundidos, porque Él piensa en nosotros y, sobre todo, nos
ama. ¿No es impresionante esto? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie con
amor de padre? ¡Es tan bonito! Podía simplemente darse a conocer como el Ser
supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio, Dios hizo y
hace infinitamente más que eso. Nos acompaña en el camino de la vida, nos
protege y nos ama.
Si el afecto por Dios no enciende el fuego, el espíritu de la oración no caldea el
tiempo. Podemos incluso multiplicar nuestras palabras, «como hacen los
gentiles», dice Jesús; o también hacernos ver por nuestros ritos, «como hacen
los fariseos» (cf. Mt 6, 5.7). Un corazón habitado por el amor a Dios convierte
también en oración un pensamiento sin palabras, o una invocación ante una
imagen sagrada, o un beso enviado hacia una iglesia. Es hermoso cuando las
mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen.
¡Cuánta ternura hay en eso! En ese momento el corazón de los niños se convierte
en espacio de oración. Y es un don del Espíritu Santo. Nunca olvidemos pedir
este don para cada uno de nosotros, porque el Espíritu de Dios tiene su modo
especial de decir en nuestro corazón «Abbà» — «Padre»; y nos enseña a decir
«Padre» precisamente como lo decía Jesús, un modo que nunca podremos encontrar
por nosotros mismos (cf. Gal 4, 6). Este don del Espíritu se aprende a pedirlo
y apreciarlo en la familia. Si lo aprendes con la misma espontaneidad con la que aprendes a decir «papá» y «mamá», lo has aprendido para siempre. Cuando esto sucede, el tiempo de toda la vida familiar se ve envuelto en el seno del amor de Dios, y busca espontáneamente el momento de la oración.
El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y lleno de asuntos, ocupado y preocupado. Es siempre poco, nunca es suficiente, hay tantas cosas por hacer. Quien tiene una familia aprende rápido a resolver una ecuación que ni siquiera los grandes matemáticos saben resolver: hacer que veinticuatro horas rindan el doble. Hay mamás y papás que por esto podrían ganar el Premio Nobel. De 24 horas hacen 48: ¡no sé cómo hacen, pero se mueven y lo hacen! ¡Hay tanto trabajo en la familia!
El espíritu de oración restituye el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la que siempre le falta el tiempo, vuelve a encontrar la paz de las cosas necesarias y descubre la alegría de los dones inesperados. Buenas guías para ello son las dos hermanas Marta y María, de las que habla el Evangelio que hemos escuchado. Ellas aprendieron de Dios la armonía de los ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el espíritu de oración (cf. Lc 10, 38-42). La visita de Jesús, a quien querían mucho, era su fiesta. Pero un día Marta aprendió que el trabajo de la hospitalidad, incluso siendo importante, no lo es todo, sino que escuchar al Señor, como hacía María, era la cuestión verdaderamente esencial, la «parte mejor» del tiempo. La oración brota de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio. No os olvidéis de leer todos los días un pasaje del Evangelio. La oración brota de la familiaridad con la Palabra de Dios. ¿Contamos con esta familiaridad en nuestra familia? ¿Tenemos el Evangelio en casa? ¿Lo abrimos alguna vez para leerlo juntos? ¿Lo meditamos rezando el Rosario? El Evangelio leído y meditado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Por la mañana y por la tarde, y cuando nos sentemos a la mesa, aprendamos a decir juntos una oración, con mucha sencillez: es Jesús quien viene entre nosotros, como iba a la familia de Marta, María y Lázaro. Una cosa que me preocupa mucho y que he visto en las ciudades: hay niños que no han aprendido a hacer la señal de la cruz. Pero tú, mamá, papá, enseña al niño a rezar, a hacer la señal de la cruz: es una hermosa tarea de las mamás y los papás.
En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasos difíciles, nos encomendamos unos a otros, para que cada uno de nosotros en la familia esté protegido por el amor de Dios.
CATEQUESIS 11: CEV Decreto General sobre el Canon 1067
Lo que debe preceder al Matrimonio según el Derecho Canónico
El Código de Derecho Canónico establece:
1065 § 1. Los Católicos aún no confirmados deben recibir el Sacramento de la Confirmación antes de ser admitidos al Matrimonio, si ello es posible sin dificultad grave.
§ 2. Para que reciban fructuosamente el Sacramento del Matrimonio, se recomienda encarecidamente que los contrayentes acudan a los sacramentos de la Penitencia y de la Santísima Eucaristía.
PRERREQUISITOS AL MATRIMONIO[1]
Fe de Bautismo, con no más seis meses de expedición.
En caso de no poseerla, prueba supletoria de Bautismo, con la constancia de haber sido solicitada la partida en la Parroquia del Bautismo, y la certificación escrita original de no haberse
encontrado.
En lo referente a la certificación de inexistencia de la partida de Bautismo, el
Párroco que le expide deberá exigir el testimonio del Bautismo y soltería de
testigos cualificados (preferiblemente familiares), que bajo juramento,
certifiquen el hecho del Bautismo en la Parroquia en referencia y las
circunstancias de padres, fecha y padrinos.
Para el levantamiento del justificativo mismo se han de exigir testigos
cualificados, preferiblemente los padres, los padrinos o familiares cercano.
La exploración de voluntades
El certificado de soltería. En casos de extranjeros el certificado de soltería
será emitido por la cancillería de la Diócesis con el aval de dos testigos.
Las proclamas. El estado libre de lo que van a contraer matrimonio deberá
certificarse, en primer lugar, a través de las declaraciones juradas de los
mismos, y de algunos testigos.
Si hubiera obligaciones naturales, nacidas de una unión precedente, hacia la otra parte o hacia los
hijos de esa unión, se requiere licencia previa del Ordinario del lugar para
efectuar el matrimonio (Canon 1071,3).
Se requiere asistir a una adecuada preparación sobre el significado del Matrimonio Cristiano, de las
obligaciones de su nuevo estado y del compromiso como padres cristianos.Deberán,
además, participar en los cursos prematrimoniales organizados para tal fin, en
cada Diócesis.
En atención a la ley Venezolana, antes del matrimonio eclesiástico, se ha de tener
el Certificado del Matrimonio Civil.
Si el matrimonio se celebrare en otra Parroquia, el Párroco propio enviara el
expediente levantado junto con la licencia concedida a los novios, al Párroco
donde se ha de celebrar.
El expediente se archivará en la Parroquia
donde se realizo el Matrimonio.
Registrar el Matrimonio en el libro respectivo.
Enviar diligentemente la debida participación a las
Parroquias de origen para efectos de la nota marginal.
Exíjase al Párroco de la Parroquia de origen la confirmación escrita de haber hecho la
anotación marginal correspondiente y guárdese en el expediente con los demás documentos.
[1] Conferencia Episcopal Venezolana. “Decreto General sobre el Canon 1067”. Iglesia Venezuela, Boletín del Secretariado del Episcopado Venezolano. Año 13 – 0ctubre – Diciembre Nº 50 Caracas 1985, pág. 216 -219.
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